martes, 12 de octubre de 2010

HÉROES.

Anteayer introduje mi nariz en un blog excelente, animado y muy nutrido de comentários, e incluso dejé algún post en uno de los temas que se trataban, sin lograr llevar a término el que más me interesaba por esas cosas de la despiadada técnica, que te borra del espacio virtual y envía a la nada tus pensamientos transformados en sistema binario puro y duro. Es igual, lo escribo en esta mi casa virtual, que es la de todos ustedes.
 Bajo el título de HÉROES, el autor/a deseaba llegar a sexagenario/a tan bien tratado por el tiempo como Sting, e incluso se conformaba con llegar a los 40 como él, con toda la cabellera, donosura et fermosura posible. Debo reconocer y reconozco que  mis 40 años fueron de cabellera espesa y bien tintada (castaño claro), exentos de arrugas y patas de gallo y sin michelines ni papada. Actualmente, pasado ya el medio siglo, tengo algunas arruguitas de expresión, sigo conservando la cabellera al completo con "las nieves que el tiempo las sienes plateó" y me sobra barriga, bastante barriga y algo de papada. Nunca fui como el David de Miguel Ángel, fornido y hermoso per in saecula saeculorum, pero él es de mármol y yo de carne mortal y ésto de la belleza, a estas alturas de la vida, me es completamente indiferente.
 El autor/a prosigue su relato recordando su primera visita al Museo del Prado, en compañía de su padre y su hermano, y la emoción que aquella experiencia le produjo al contemplar algunas de las muchas obras de arte que allí se exponen, y que él/ella contemplaba por primera vez en formato original. Yo, un paleto de provincia, tardé mucho en visitar nuestra gran pinacoteca y la última vez que lo hice es el objeto principal de este comentario.
 Había ido a Madrid durante una semana por cuestiones de trabajo,y el último día decidí volver al Prado porque disponía de mucho tiempo hasta la salida de mi vuelo, no sin antes pasar por el Botánico. Recorrí muchas salas del museo: Velazquez y mi debilidad (los temas mitológicos): La fragua de vulcano (Hefesto), Marte (Ares), Mercurio (Hermes) y Argos... Pasé a la sala 57 para contemplar  la flipante obra pictórica de Hierónymus Van Aeken, más conocido por el Bosco, que podría haber ilustrado las mejores obras literarias de H.P. Lovecraft, especialmente las aventuras oníricas de Randolph Carter, y sufrí Las Tentaciones de San Antonio abad, me subí al Carro del Heno, viví el Paso de La Laguna Estigia y acabé mi ruta en El Jardín de Las Delicias, contemplando el tríptico más famoso y enigmático del autor psicodélico por excelencia. Seguí mi camino por los pasillos y llegué a la sala de los autores renacentistas, con esa perspectiva incipiente que les caracteriza, y descubrí un cuadro que yo guardaba en los desvanes de mi memoria sin especial devoción: La Anunciación, de Fray Angélico (o Fra Angélico). Mirando la pintura, que recordaba de mis años de estudiante bachiller, me vi invadido en mi intimidad por una saludable horda de adolescentes, conducidos por su joven profesor de arte, que se paró repentinamente delante del cuadro y comenzó a explicar: "Este cuadro es uno de mis preferidos, siento verdadera debilidad por él" Yo me puse en un segundo plano para escuchar las explicaciones y, por primera vez en mucho tiempo, con 40 años, me sentí adolescente y recordé a mi profesor de Historia del Arte que, en la casi oscuridad del aula de proyecciones donde se daban las clases, nos explicaba con la misma pasión que el joven profesor, todo lo relacionado con las obras de arte.
 El profesor continúa su explicación: "Fijaros en el manto de la Virgen, en ese azul. En aquellos tiempos, el color se hacía con pigmentos de muchas procedencias, todos naturales, pero el azul del manto solo tenía un origen: el lapislázuli, que es una piedra semipreciosa y costaba mucho dinero. Era costumbre de la época que el mecenas que encargaba el cuadro al artista eligiera el lapislázuli u otro color, pero en el primer caso debía comprarlo y entregárselo al pintor para que éste hiciera el óleo con tan noble materia prima".
 En mis clases de Historia del Arte, en casi total oscuridad, se veía la sombra enorme de D. Evaristo-unos dos metros de humanidad-explicando con la misma pasión  que ponía el joven profesor del Museo del Prado, las mismas obras de arte, pictórico, escultórico y monumental, sirviéndose de diapositivas. Los alumnos seguíamos las explicaciones a medias, amparados por la impunidad de la penumbra, que invitaba al cachondéo; pero en los momentos álgidos de la explicación todo el mundo seguía las palabras de D. Evaristo. Aquel cíclope bonachón también tenía su genio: un día nos sacó del aula, a golpe de paraguas, y nos puso de cara a la pared del pasillo mientras nos llamaba cerdos, como un oficial de las SS apuntando a unos reclusos con su Luger.
 Después de unos años de aquella visita al museo, apareció D. Evaristo en la hoja de citados de aquel día en mi trabajo. Iba acompañado por su esposa, tan elegante y pizpireta como siempre, tan menuda y aparentemente frágil, pero sujetando por el brazo al ciclopeo Evaristo que avanzaba con cierta claudicación. Estaba viejo e inseguro en la marcha. No me reconoció.
 Había sufrido un ictus cerebeloso, debido a su hipertensión arterial, y su equilibrio y coordinación de movimientos se habían resentido moderadamente, y ya no era el hombrón que imponía tanto respeto. Después de tratar el asunto profesional, yo le dije: D. Evaristo, tengo una obra de arte colgada en la pared (una reproducción de una pintura de Van Gohg) y querría que usted me diera su opinión como gran experto en arte. D. Evaristo miró el cuadro y me dijo sonriente: es El Café, de Van Gohg, una de sus obras más conocidas. Su mujer, con la cara iluminada por la sonrisa, me preguntó: ¿Ha sido usted alumno de mi marido? Sí, le respondí, fui alumno suyo en sexto de bachiller, en el año 1973, pero también fui alumno de usted, en la asignatura de matemáticas, en los años 72 y 73. La reunión se animó y D. Evaristo me comentó que había ido a cierto hospital para hacerse una prueba médica, y que el médico que le atendió reconocía haber sido alumno suyo. Dña. Dolores, su esposa, me comentó haber tratado con un exalumno, frutero en un puesto de un mercado, que le había recitado de corrido la resolución de las ecuaciones de segundo grado. Aunque la matemática nunca fue mi fuerte, yo no quería ser menos: Dña. Dolores, "el logaritmo de un número N, en base B, es el número al que hay que elevar la base para obtener el número N". "Las combinaciones de N elementos, tomados de H en H, son N¡ partido por H¡ x por (N-H)¡.
 Nos reímos y recordamos viejos tiempos para los tres, y el trio terminó el día con una experiencia más. Recordé al joven profesor y sus jovencísimos alumnos contemplando el cuadro de La Anunciación y la pasión que aquél ponía en su trabajo, sin esperar nada a cambio. Quizás alguno de sus alumnos/as recuerde algún día aquella visita al Museo del Prado y se la pueda contar a su ya viejo profesor, cuando ellos/as hayan tomado las riendas de de la sociedad.
  El comentario del aludido blog terminaba:" Hoy en día son las elecciones las que recuerdan que uno es mortal. Lo malo es cuando, por muy mal que lo hagas, te siguen eligiendo. Indefectiblemente en ese momento crees que lo que haces mal, es bueno".
 Como cualquier persona, he tenido mis héroes de ficción y tengo mis héroes históricos y mitológicos, pero mis verdaderos héroes son aquellos/as que nos han enseñado con el ejemplo, día a día, lo que somos y lo que deberíamos ser, personas corrientes que con su trato cotidiano forman parte de nuestras vidas sin que apenas nos demos cuenta, que pasan silenciosamente hasta que un día te paras a pensar lo importantes que han sido para tí y para otros tantos como tú.